Gira el cilindro monumental de treinta metros de largo, lo surca por su centro un especie de taladro triturador de yeso que es ingresado por un embudo. El mineral cocinado y molido va a desembocar a un extremo del tubo, donde es embolsado por los peones. MANUEL -el patrón- los contempla con la vista naufragante; recuerda cuando se introdujo hace treinta años furtivamente en una fábrica de las "grandes" y copió a escondidas el diseño de la máquina, no le salió igual, con materiales de menor valor mejoró la estructura.
A la par del crecimiento material, de los frutos económicos que su empresa redituaba , fue reflexiona, perdiendo los ideales espirituales.
Había dejado atrás, los dibujos, en el viejo almacén de la calle Yrigoyen en San Rafael, allí, donde alguna vez, pasó Mauleón Castillo y elogió sus ilustraciones. También abandonó las clases de moldería en la Universidad Nacional de Cuyo, ni que decir de las exposiciones de terracotas que se asemejaban a los dibujos de Molina Ocampo, en casi todas las galerías de arte de la república. Se sentía mimetizado en sus personajes de rostros grotescos, no había podido desprenderse de los borrachitos, ni de los dibujos quijotescos. Amarillas estaban las críticas en los diarios, como este yeso, así de seca estaba su vida, destruidos sus anhelos, envasadas sus aspiraciones. Aunque hubo en su andar una tregua, donde el capital no sumaba su inventario y prometió a su Indiecita una casa a orillas de un arroyo en Malargüe, muy cerca de Llancanello, mansamente las aguas acariciaron sus cuerpos en el fuego de muchos eneros, pero la casa no fue.
Al tiempo, le construyó un ranchito en el barrio marginal Martín Güemes; iba a verla diariamente, mientras la sombra vestía la noche. Desde ese lugar se podía divisar la
Cordillera de los Andes a través de los álamos, entonces proyectaron una casita, con un gran ventanal hacia las nieves. Jamás la hizo posible. Era necesario y urgía mejorar las ventas, las exportaciones del material, de la cantera, disminuir los costos e incrementar la producción.
Y el taladro sigue moliendo, girando, como girando fueron los sueños; siempre ansió algo más, como un prototipo ejemplar del existencialismo, algo concreto que colmara de gozo su espíritu burgués y llenó de ganado pampeano la estancia, animales que había que llevarlos a la veranada, para que pudieran subsistir, y forestó con sauces, tamarindos y chañares, la arisca tierra, árboles que todavía no alcanzaban a darle sombra.
El parlotear grosero y los gritos de los obreros, no logran desterrar mi último sueño. LA CASA DE LOS LEONES, en el cerro del mismo nombre, quizás porque allí habitaban los leones de la sangre, de esa sangre que aunque vieja, contenía torrentes nuevos de creatividad; con ella planeamos donde sería el taller, lugar donde volvería cincelar, a preparar exposiciones, aquí el torno, más allá el banco, al lado el atril y en el medio de la sala un gran disco al que un motor le daba movimiento, donde la India posaba para mí. Por el Este una enorme galería dejando pasar el sol andino. Una escalera de metal, casi vertical daba al altillo donde estaba la habitación revestida de troncos. Abajo la cocina y el escritorio de mi mujer, donde ella escribía y el galpón donde almacenar víveres.
LA CASA DE LOS LEONES, si parece una fantasía el nombre, una irrealidad del ayer, lo que no fue aquella mi mujercita, porque fue presencia en los días grises, caricia en la tempestad, dulzura, en la amargura; en pos de aquel indefinido amor edifiqué la casa y coloqué cada ladrillo y el molino que cruzaba el cielo con sus aspas. Porque nadie como ella, para entender lo cósmico del espacio, el movimiento de las rosas en el patio, cuando las acariciaba el aire, nadie como ella para quedarse horas observando a las garzas cuidando sus huevos en la laguna, nadie como ella para adornarse de juncos.
LA CASA DE LOS LEONES, estaba a una hora del centro de Malargüe, había que atravesar vados y cañadas, con el riesgo de empantanarse. Unos mil metros antes nos bajábamos de la camioneta y caminábamos abrazados hasta llegar al puente del Río Grande. Allá en la subida, cerca del volcán apagado emergía la casa. Si llegábamos de noche podíamos observar la luminosidad de los ojos del toro, revestido de escoria volcánica y en posición de embestida, que adornaba el llano, ese toro, disfrutaba yo, la heredad de mis ancestros.
En las tardes brumosas de viento, salíamos a andar, a complacernos del lenguaje del clima sureño, cuando nos empujaba , hasta casi voltearnos, nos sentábamos en los cortaderales y allí entre la arena, el ruido de las hojas, las martinetas y alguna que otra bandurria, planeábamos tantas cosas sencillas , sólo cosas del alma.
Un tenebroso amanecer me pareció que aquella mujer solaz de mi soledad, mi pequeña Indiecita, de ideales demasiado quiméricos, no encajaba en la clase social a la que pertenezco y la desterré de aquel paraíso.
Hoy mientras esta maquinaria da vueltas, hago un recuento de lo dejé en espíritu y tengo en capital, se que estoy vacío, sin vida, como este mineral que cae, derecho a revestir alguna lujosa pared, donde seguramente, no estará mi reina, la Indiecita de la Casa de los Leones.
A la par del crecimiento material, de los frutos económicos que su empresa redituaba , fue reflexiona, perdiendo los ideales espirituales.
Había dejado atrás, los dibujos, en el viejo almacén de la calle Yrigoyen en San Rafael, allí, donde alguna vez, pasó Mauleón Castillo y elogió sus ilustraciones. También abandonó las clases de moldería en la Universidad Nacional de Cuyo, ni que decir de las exposiciones de terracotas que se asemejaban a los dibujos de Molina Ocampo, en casi todas las galerías de arte de la república. Se sentía mimetizado en sus personajes de rostros grotescos, no había podido desprenderse de los borrachitos, ni de los dibujos quijotescos. Amarillas estaban las críticas en los diarios, como este yeso, así de seca estaba su vida, destruidos sus anhelos, envasadas sus aspiraciones. Aunque hubo en su andar una tregua, donde el capital no sumaba su inventario y prometió a su Indiecita una casa a orillas de un arroyo en Malargüe, muy cerca de Llancanello, mansamente las aguas acariciaron sus cuerpos en el fuego de muchos eneros, pero la casa no fue.
Al tiempo, le construyó un ranchito en el barrio marginal Martín Güemes; iba a verla diariamente, mientras la sombra vestía la noche. Desde ese lugar se podía divisar la
Cordillera de los Andes a través de los álamos, entonces proyectaron una casita, con un gran ventanal hacia las nieves. Jamás la hizo posible. Era necesario y urgía mejorar las ventas, las exportaciones del material, de la cantera, disminuir los costos e incrementar la producción.
Y el taladro sigue moliendo, girando, como girando fueron los sueños; siempre ansió algo más, como un prototipo ejemplar del existencialismo, algo concreto que colmara de gozo su espíritu burgués y llenó de ganado pampeano la estancia, animales que había que llevarlos a la veranada, para que pudieran subsistir, y forestó con sauces, tamarindos y chañares, la arisca tierra, árboles que todavía no alcanzaban a darle sombra.
El parlotear grosero y los gritos de los obreros, no logran desterrar mi último sueño. LA CASA DE LOS LEONES, en el cerro del mismo nombre, quizás porque allí habitaban los leones de la sangre, de esa sangre que aunque vieja, contenía torrentes nuevos de creatividad; con ella planeamos donde sería el taller, lugar donde volvería cincelar, a preparar exposiciones, aquí el torno, más allá el banco, al lado el atril y en el medio de la sala un gran disco al que un motor le daba movimiento, donde la India posaba para mí. Por el Este una enorme galería dejando pasar el sol andino. Una escalera de metal, casi vertical daba al altillo donde estaba la habitación revestida de troncos. Abajo la cocina y el escritorio de mi mujer, donde ella escribía y el galpón donde almacenar víveres.
LA CASA DE LOS LEONES, si parece una fantasía el nombre, una irrealidad del ayer, lo que no fue aquella mi mujercita, porque fue presencia en los días grises, caricia en la tempestad, dulzura, en la amargura; en pos de aquel indefinido amor edifiqué la casa y coloqué cada ladrillo y el molino que cruzaba el cielo con sus aspas. Porque nadie como ella, para entender lo cósmico del espacio, el movimiento de las rosas en el patio, cuando las acariciaba el aire, nadie como ella para quedarse horas observando a las garzas cuidando sus huevos en la laguna, nadie como ella para adornarse de juncos.
LA CASA DE LOS LEONES, estaba a una hora del centro de Malargüe, había que atravesar vados y cañadas, con el riesgo de empantanarse. Unos mil metros antes nos bajábamos de la camioneta y caminábamos abrazados hasta llegar al puente del Río Grande. Allá en la subida, cerca del volcán apagado emergía la casa. Si llegábamos de noche podíamos observar la luminosidad de los ojos del toro, revestido de escoria volcánica y en posición de embestida, que adornaba el llano, ese toro, disfrutaba yo, la heredad de mis ancestros.
En las tardes brumosas de viento, salíamos a andar, a complacernos del lenguaje del clima sureño, cuando nos empujaba , hasta casi voltearnos, nos sentábamos en los cortaderales y allí entre la arena, el ruido de las hojas, las martinetas y alguna que otra bandurria, planeábamos tantas cosas sencillas , sólo cosas del alma.
Un tenebroso amanecer me pareció que aquella mujer solaz de mi soledad, mi pequeña Indiecita, de ideales demasiado quiméricos, no encajaba en la clase social a la que pertenezco y la desterré de aquel paraíso.
Hoy mientras esta maquinaria da vueltas, hago un recuento de lo dejé en espíritu y tengo en capital, se que estoy vacío, sin vida, como este mineral que cae, derecho a revestir alguna lujosa pared, donde seguramente, no estará mi reina, la Indiecita de la Casa de los Leones.